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EL ESQUINAZO, TANGO ENDIABLADO

 Según narra la historia, fue en el famoso Café Tarana, de Buenos Aires, allá por el año... ¡principios del siglo! He aquí la ubicación más exacta para todos estos acontecimientos. Por aquellos días fue estrenado un tango milongón, cuyo autor, Angel Villoldo, intituló El Esquinazo. Como la mayoría de los estrenos en aquel entonces, la composición de Villoldo constituyó un suceso.

A medida que pasaban los días, más se iba afirmando el éxito de El Esquinazo y los parroquianos a gustar más y más del ritmo ágil y entrador de aquel gran tango, que lo sigue siendo.

Era tal la aceptación por parte del público, que noche a noche concurría al Café Tarana, en la vecina orilla, que el compás endiablado del mentado tango, comenzó a enloquecer poco a poco a todos.

Primeramente y con cierta prudencia, los parroquianos acompañaban la música de El Esquinazo, golpeando levemente con las manos en las mesas. Pero los días pasaban y el entusiasmo por el endiablado tango iba en tren ascendente. Ya no se conformaban los clientes del Café Tarana, con acompañar con el taco y las manos. Los golpes llevando el ritmo aumentaban paulatinamente y ya eran con las copas, vasos, sillas, etc. Pero el asunto no paró ahí.

Siguió ejecutándose El Esquinazo, y al aumentar el éxito del mismo, también aumentaba el entusiasmo de los parroquianos en su acompañamiento. Y llegó una noche, fatal noche, en que ocurrió lo que el propietario del próspero establecimiento se venía palpitando desde hacía días.

Cuando se anunció la ejecución del ya consagrado tango de Villoldo, se notó en el numeroso público cierta nerviosidad. Esa noche el Café Tarana estaba desbordante de gente. Comenzó la orquesta el entrador ritmo de El Esquinazo y todos los presentes a seguir su compás con cuanto tenían a mano: sillas, mesas, copas, botellas, taconeo, etc.

Aquello era un verdadeo infierno; pero la tragedia llegó cuando debido a los fuertes golpes, los objetos comenzaron a hacer detener a los músicos, pero éstos también habían entrado en calor y ejecutaban con más entusiasmo que nunca.

El ambiente del Café Tarana se había convertido en una verdadera locura. Pacientemente, el propietario esperó la terminación del tango del demonio, pero el último acorde recibió una ovación de todo el público. La repetición no se hizo esperar, y así fue ejecutado: una, dos, tres, cinco, siete... en fin, cantidad de veces, y cada interpretación una salva de aplausos y más cosas rotas.

Y llegó el final... Final que el infeliz dueño del Café esperaba con terrible ansiedad: ¡cobrar las cosas rotas! Imposible. ¿Tendría que cobrarle a todos y, desde luego, que se quedaría sin clientes? Entonces lo mejor era someterse a las desdichadas circunstancias y luego pensar la mejor solución.

El numeroso público comenzó a abandonar el local, entre comentarios entusiastas y risueños por el espectáculo acontecido, habiendo sido, precisamente, todas las personas las protagonistas de los hechos.

Llegó la madrugada y... Aún el pobre dueño del Café Tarana seguía su dolorosa tarea de valorar los daños causados por el bendito tango.

Muchas, muchísimas cosas se habían roto, hasta algunas mesas habían sufrido desperfectos por los fuertes golpes, amén de las copas, vasos, botellas, sillas, etc, que habían sucumbido ante el empuje rítmico de los parroquianos.

Aquella inolvidable noche, le costaba al propietario, muchos cientos de pesos... incobrables. Pero el más serio problema no radicaba en esa fatídica noche... ¡Qué esperanza!

El asunto más serio no era lo que había pasado, sino lo que iba a seguir pasando, en las noches siguientes.

Después de mucho pensar, el infeliz “Paganini de los platos rotos” tomó una resolución heroica. Al día siguiente, los parroquianos del Café Tarana se sorprendieron ingratamente al leer un letrerito que, cerca de la orquesta, decía así: “Terminantemente prohibida la ejecución del tango El Esquinazo; se ruega prudencia en tal sentido. El propietario”.

El numeroso público acostumbrado a pasar las noches en el mencionado café no tuvo más remedio que acatar la orden suprema, comprendiendo los destrozos ocasionados la noche anterior.

 

Pintín Castellanos de “Entre Cortes y Quebradas”, Montevideo, 1948.